La puerta

Me remonto a la prehistoria de mi “uso de razón”, y debo decir que ahí nomás, casi sin dejar respirar a la razón, me dieron la bienvenida desde un mundo más interesante: el mundo de la imaginación.

La etapa de los por qué me cuenta mi madre que a mí me pegó con fuerza. No debo estar muy errado al suponer que ahí, descubriendo hasta el porqué de no bajar a la calle, hasta el porqué de las hormigas transportando palitos, ahí, ingresé al mundo de la racionalidad.

Pero en eso del descubrimiento de las causas y los efectos, de un saque me metieron en un sitió blando. Alguien, experimientando con un pincel, me puso en un jardinero azul con puntitos blancos a la par de mi hermano en similar jardinero verde. Me depositó en una tela, delante  un de castillo y una catarata de colores. Me metió de prepo (en uno de los poquísimos actos autoritarios que puedo perdonar y, aún, defender) en un mundo paralelo.

Resulta que yo, que recién estaba comprendiendo eso de reflejarse en un espejo, de repente me veía con cara de curioso, tal vez asustado, señalando una bruja. Esa fue la puerta hacia la abstracción.

Cuando recién estaba conociendo el mundo material y sus convenciones, de golpe alguien me pintó sobre una tela.
¿Yo estaba acá, mirándo la pintura?
¿O estaba intentando safar de la bruja? 
 Alguien me voló la cabeza. Alguien me metió en un mundo nuevo. Uno no superficial. Alguien me metió en un lugar que usa la razón (eso no lo niego), pero la pone al servicio de los sueños.

Alguien me metió al mundo de la Tachi. Fue ella misma, mi tía, tíamadrina. El sujeto que más planta y luego más cosecha esa palabra cursi del siglo XXI que por ella reivindico: el amor.

 Fue la Tachi, que bien hizo en meterme al mundo de la Tachi.