¡No! Se acerca la avioneta, otra vez, no. Me prenso las orejas con las palmas,
hasta con los dedos. No sirve.
Rezo. La avioneta avanza, vuela cada vez más bajo. Se me viene encima, quiere
infiltrarse en mi cuerpo, en mi salud. ¿Cómo me la saco, si no tengo nada, ni
un billete, ni un contacto, ni siquiera un poquito de clase? ¡No! Otra vez ese
ruido, como un tornillo penetrando mi pensamiento, no.
El sonidito amenaza como niño travieso. Está llegando desde el campo que
abraza al pueblo. Las tierras son de un gringo que vive en una estancia, lejos
de acá. El hombre se aparece poco por estos pagos. La avioneta, “la rociadora”
le decimos, también le pertenece. Nadie
lo conoce demasiado.
Me lo imagino. Para mí que tiene una estancia bonita, en las afueras de
Córdoba Capital. Capaz que un caserón en Buenos Aires, en Barrio Parque. Debe gozar
de algún Mercedes, y varias chatas japonesas, robustas, para el campo. Tendrá
un santuario en su propio patio, una capillita para rezar, para rezar él solo.
El terreno plagado de soja que envuelve a nuestro pueblito será sólo un terrenito para él. Uno de los tantos.
Las pocas veces que se asoma al pueblo llega con sombreros de cuero y camisas hermosas.
Cuántos sombreros tendrá, cuántos pares de botas comodísimas, cuántas hectáreas
de pampa. Únicamente viene para comprar alambres, tranqueras, y esas cosas. Pasa
por el local de insumos agropecuarios y luego por el supermercado a llevarse un
costoso vino.
Su estancia, con un patio gigante, me figuro, y tanto verde y tantas
flores opacadas por el gris de un gran galpón. Un tinglado corpulento cargado
hasta el tope de agrotóxicos. Y un garaje
que cobija un par de rociadoras de
repuesto.
¡Oh, avionetas! ¡Avionetas del diablo! Rezo, hay que rezar.
¡No! Ahora se contagió Romero, el de acá a la vuelta. Pobre hombre. Y sus
hijos tan changuitos… Dios mío, no.
El ruidito me zumba por las patillas, por el cerebro, por las tripas. Por
suerte no penetra, todavía no penetra ¡y que Dios no lo permita!
Estoy asustado, a Juan Carlos y a doña Rosales ya los invadió por
dentro. Están luchando. A él le duele muchísimo y va envejeciendo rápido. Y se lo toma con
humor, pobre Juan Carlos. Según él está luchando contra los Alien. A Doña Rosales se lo extirpan pero le retorna. Se lo
vuelven a despegar pero siempre queda una semillita invencible. Y la luchan,
los dos la luchan.
¡Ay! ¡Otra vez! ¡La avioneta que me zumba! Me escabullo bajo la almohada.
Rezo.
No puede ser, acá parecen todos calmos ¿Habrá otros aterrados como yo?
Se me hace que si, que el ruidito también los perturba. Pero el miedo…
¡También se lo agarró Laura! La maestra. ¡Por Dios! ¡Tan joven! El cura
la visita día por medio, la acompaña, menos mal, pobre Laurita.
El miedo nos deja mudos. Ese es el poder que tiene el miedo: te deja
inmóvil. Además qué se puede hacer. No somos nada, no somos nadie. Porque
nosotros somos todos peones acá. Comparados con el gringo, todos peones. El
gringo, en cambio…
A veces pienso, y que Dios me
perdone y vea cómo me persigno, a veces pienso cosas feas. Cuando me quedo sin
aire, cuando me retumba el pecho, cada vez que escucho ese motorcito, quiero
que alguno de los poderosos se lo contraiga. No le deseo la muerte a nadie. Eso
es nomás lo que me nace en la cabeza, como un impulso. Y rezo. ¿Cambiaría la
cosa si alguno de ellos se lo engancha?
No me olvido de Sandra, la chica de la verdulería. ¡Cómo la pelea! Una leona…
Las cosas que uno piensa. La cabeza da para cualquier cosa. No sé si es
por el miedo de que me toque, lo cierto
es que de vez en cuando se me vienen ideas raras, pensamientos que se van
encadenando. Ya se lo confesé al
Padre. Es como los sueños, es parecido a
los sueños esto, le conté. Pero es soñar despierto, en vida, Padre. Así le dije.
Es una sucesión de ideas. Lo que digo es que se me ocurren delirios como el de
reunir a todo el pueblo. Organizarnos todos y juntar plata, con rifas, bailes y
esas cosas. ¿Para qué? ¡Para comprar una avioneta, Padre! Una rociadora con turbinas
grandes que hagan un ruido de insecto, intenso y penetrante. Que se maneje a
control remoto, Padre. Una avioneta para inflarla de agroquímicos y enviarla
directo a la quinta del gringo. Para tirarle esa lluviecita que parece dulce. O,
por lo menos, que sienta el ruido. Que lo sienta, eso es. Para ver si tiembla como
nosotros. Son sólo ideas, Padre. Eso le
confesé, y me persigné luego, para que me viera.
Me hizo rezar. No hay que tener rencores, me dijo. Tranquilo, el Señor
sabrá resolver esta situación. Así me contuvo.
La madre del gordo Diaz murió hace unos meses.
En el diario grande no publican nada. Claro, el gringo hará sus
inversiones. Usarán papel o tinta de soja… digo yo. Ya casi no lo leo. Últimamente
compro el diario chico.
La semana pasada publicaron un informe. Parece que en los pueblos fumigados
hay el doble de muertes por cáncer en comparación con la media nacional. Y eso acá
no es novedad. La gente lo sabe, se da cuenta. Lo que pasa es que el miedo… ¡la
costumbre! ¡La costumbre y el miedo…! Eso es, estamos acostumbrados. El ruidito
es parte del día a día. “Son cosas que pasan” decimos. Y lo naturalizamos. Pero
es miedo. Es el puto paralizador miedo. Y rezamos, claro.
Ese rocío que parece bonito entristece al pueblo, pero qué vamos a hacer
¿A dónde nos vamos a ir? Nosotros nacimos acá, crecimos acá. Nos conocemos
entre todos. Nos gusta la tranquilidad del pueblo. Hay que rezar. Confío en lo
que dice el Padre: El Señor sabrá qué hacer.
Algunos jóvenes rayan paredes y se juntan a hacer bochinches acá. Leí
que en otros pueblos salpicados la gente
se junta también. De a poco consiguen cosas. Como los vecinos de barrio
Ituzaingó, en Córdoba. Son inquietos. Han conseguido llegar a juicio contra dos
terratenientes y el piloto de la avioneta. Lo que pasa es que ellos son parte
de la ciudad grande, tienen buenos abogados cerca. Además tienen el apoyo de
esos jóvenes revoltosos, que van a la universidad justamente para eso, para
hacer quilombo, en vez de estudiar. Pero acá…acá los pibes pierden tiempo, como dice el Padre. Qué van a lograr, si son tan
pocos. Y no tienen ni una pizca de lo que tiene el gringo. A pesar de la
bronca, que es la misma bronca que a mí me brota, aunque yo rezo, me confieso y
me calmo, gracias a Dios… a pesar de esa rabia, digo, se tienen que
tranquilizar y esperar. Son jóvenes, y claro, demasiado impulsivos. Hay que
esperar, Dios dirá.
Tenemos que cuidar a nuestros hijos, armarlos de paciencia, que el
escándalo hace mal. Eso me dice el Padre. Eso trato. Pero todo se hace difícil.
Ayer salí de la iglesia y el ruidito me llegó como un balazo. No sé qué hacer,
me desespera.
La avioneta me zumba. Avioneta del diablo ¿Por qué no se cae? ¿Por qué
no se aleja? No, al contrario. Viene, se acerca y no la puedo frenar. Las
hélices me quieren rebanar las orejas. Sueño con eso. Tengo pesadillas. En cualquier
momento el avioncito entra por la ventana, como cualquier insecto. Debo estar
alerta. Tengo que cerrar la boca, apretar los labios. Me tengo que concentrar
para no aspirarla, no vaya a ser que quiera acariciarme el aparato respiratorio
o el digestivo. Me debo cubrir la piel
también, que no me pique. No quiero sentir la mariposa volando por dentro,
aterrizando en cualquiera de mis órganos.
Eduardo Sánchez, la señora de Fantini, don Felipe Vargas. Son varios en
los últimos años. Y eso que el pueblo es
chico.
Esa navecita del cielo. La siento casi en la nuca ¿Por qué vuela tan
bajo? Me asfixio. Palpitaciones, me dan palpitaciones. Pongo la radio fuerte,
pero el ruidito igual está. Lo siento en la boca del estómago que me cruje. En
las manos que me tiemblan.
Me asomo al patio y veo a ese pájaro de hojalata. Fumiga. ¡Ruido
maldito! Y esa lluviecita que parece hasta tierna, acariciando los campos
verdes. ¡Ay! ¡Basta ya! Ese polvo que no sé cómo hace para desparramarse por
todos lados y penetrar hasta las células, y revolucionarlas hasta convertirlas
en tumores que serán amarguras, luego duras luchas y luego, tal vez, muerte. Y
no contemos las tristezas y los miedos de los que quedamos vivos. ¡Zumba y me
destroza la calma!
Rezo, para combatir el destino, rezo mucho. Rezo con la voz bien alta,
para tapar el chifle. Mientras, el gringo debe estar muy saludable, leyendo el
diario grande. Cuenta con Dios en su capillita. Para mí que el gringo está en una
isla donde el silencio es precioso, donde nada le zumba.
No doy más ¡Me cago en Dios!
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