lunes, 15 de octubre de 2012

Avioneta


¡No! Se acerca la avioneta, otra vez, no. Me prenso las orejas con las palmas, hasta con los dedos. No sirve.
Rezo. La avioneta avanza, vuela cada vez más bajo. Se me viene encima, quiere infiltrarse en mi cuerpo, en mi salud. ¿Cómo me la saco, si no tengo nada, ni un billete, ni un contacto, ni siquiera un poquito de clase? ¡No! Otra vez ese ruido, como un tornillo penetrando mi pensamiento, no.
El sonidito amenaza como niño travieso. Está llegando desde el campo que abraza al pueblo. Las tierras son de un gringo que vive en una estancia, lejos de acá. El hombre se aparece poco por estos pagos. La avioneta, “la rociadora” le decimos,  también le pertenece. Nadie lo conoce demasiado.
Me lo imagino. Para mí que tiene una estancia bonita, en las afueras de Córdoba Capital. Capaz que un caserón en Buenos Aires, en Barrio Parque. Debe gozar de algún Mercedes, y varias chatas japonesas, robustas, para el campo. Tendrá un santuario en su propio patio, una capillita para rezar, para rezar él solo.
El terreno plagado de soja que envuelve a nuestro pueblito será sólo un terrenito para él. Uno de los tantos. Las pocas veces que se asoma al pueblo llega con sombreros de cuero y camisas hermosas. Cuántos sombreros tendrá, cuántos pares de botas comodísimas, cuántas hectáreas de pampa. Únicamente viene para comprar alambres, tranqueras, y esas cosas. Pasa por el local de insumos agropecuarios y luego por el supermercado a llevarse un costoso vino.
Su estancia, con un patio gigante, me figuro, y tanto verde y tantas flores opacadas por el gris de un gran galpón. Un tinglado corpulento cargado hasta el tope de agrotóxicos. Y un garaje que cobija un par de rociadoras de repuesto.
¡Oh, avionetas! ¡Avionetas del diablo! Rezo, hay que rezar.
¡No! Ahora se contagió Romero, el de acá a la vuelta. Pobre hombre. Y sus hijos tan changuitos… Dios mío, no.
El ruidito me zumba por las patillas, por el cerebro, por las tripas. Por suerte no penetra, todavía no penetra ¡y que Dios no lo permita!
Estoy asustado, a Juan Carlos y a doña Rosales ya los invadió por dentro. Están luchando. A él le duele muchísimo y  va envejeciendo rápido. Y se lo toma con humor, pobre Juan Carlos. Según él está luchando contra los Alien. A Doña Rosales se lo extirpan pero le retorna. Se lo vuelven a despegar pero siempre queda una semillita invencible. Y la luchan, los dos la luchan.
¡Ay! ¡Otra vez! ¡La avioneta que me zumba! Me escabullo bajo la almohada. Rezo.
No puede ser, acá parecen todos calmos ¿Habrá otros aterrados como yo? Se me hace que si, que el ruidito también los perturba. Pero el miedo…
¡También se lo agarró Laura! La maestra. ¡Por Dios! ¡Tan joven! El cura la visita día por medio, la acompaña, menos mal, pobre Laurita.
El miedo nos deja mudos. Ese es el poder que tiene el miedo: te deja inmóvil. Además qué se puede hacer. No somos nada, no somos nadie. Porque nosotros somos todos peones acá. Comparados con el gringo, todos peones. El gringo, en cambio…
A veces pienso, y que Dios me perdone y vea cómo me persigno, a veces pienso cosas feas. Cuando me quedo sin aire, cuando me retumba el pecho, cada vez que escucho ese motorcito, quiero que alguno de los poderosos se lo contraiga. No le deseo la muerte a nadie. Eso es nomás lo que me nace en la cabeza, como un impulso. Y rezo. ¿Cambiaría la cosa si alguno de ellos se lo engancha?
No me olvido de Sandra, la chica de la verdulería. ¡Cómo la pelea! Una leona…
Las cosas que uno piensa. La cabeza da para cualquier cosa. No sé si es por el miedo de que me toque,  lo cierto es que de vez en cuando se me vienen ideas raras, pensamientos que se van encadenando.  Ya se lo confesé al Padre.  Es como los sueños, es parecido a los sueños esto, le conté. Pero es soñar despierto, en vida, Padre. Así le dije. Es una sucesión de ideas. Lo que digo es que se me ocurren delirios como el de reunir a todo el pueblo. Organizarnos todos y juntar plata, con rifas, bailes y esas cosas. ¿Para qué? ¡Para comprar una avioneta, Padre! Una rociadora con turbinas grandes que hagan un ruido de insecto, intenso y penetrante. Que se maneje a control remoto, Padre. Una avioneta para inflarla de agroquímicos y enviarla directo a la quinta del gringo. Para tirarle esa lluviecita que parece dulce. O, por lo menos, que sienta el ruido. Que lo sienta, eso es. Para ver si tiembla como nosotros. Son sólo ideas, Padre. Eso le  confesé, y me persigné luego, para que me viera.
Me hizo rezar. No hay que tener rencores, me dijo. Tranquilo, el Señor sabrá resolver esta situación. Así me contuvo.
La madre del gordo Diaz murió hace unos meses.


En el diario grande no publican nada. Claro, el gringo hará sus inversiones. Usarán papel o tinta de soja… digo yo. Ya casi no lo leo. Últimamente compro el diario chico.
La semana pasada publicaron un informe. Parece que en los pueblos fumigados hay el doble de muertes por cáncer en comparación con la media nacional. Y eso acá no es novedad. La gente lo sabe, se da cuenta. Lo que pasa es que el miedo… ¡la costumbre! ¡La costumbre y el miedo…! Eso es, estamos acostumbrados. El ruidito es parte del día a día. “Son cosas que pasan” decimos. Y lo naturalizamos. Pero es miedo. Es el puto paralizador miedo. Y rezamos, claro.
Ese rocío que parece bonito entristece al pueblo, pero qué vamos a hacer ¿A dónde nos vamos a ir? Nosotros nacimos acá, crecimos acá. Nos conocemos entre todos. Nos gusta la tranquilidad del pueblo. Hay que rezar. Confío en lo que dice el Padre: El Señor sabrá qué hacer.
Algunos jóvenes rayan paredes y se juntan a hacer bochinches acá. Leí que en otros pueblos salpicados  la gente se junta también. De a poco consiguen cosas. Como los vecinos de barrio Ituzaingó, en Córdoba. Son inquietos. Han conseguido llegar a juicio contra dos terratenientes y el piloto de la avioneta. Lo que pasa es que ellos son parte de la ciudad grande, tienen buenos abogados cerca. Además tienen el apoyo de esos jóvenes revoltosos, que van a la universidad justamente para eso, para hacer quilombo, en vez de estudiar. Pero acá…acá los pibes pierden tiempo, como dice el Padre. Qué van a lograr, si son tan pocos. Y no tienen ni una pizca de lo que tiene el gringo. A pesar de la bronca, que es la misma bronca que a mí me brota, aunque yo rezo, me confieso y me calmo, gracias a Dios… a pesar de esa rabia, digo, se tienen que tranquilizar y esperar. Son jóvenes, y claro, demasiado impulsivos. Hay que esperar, Dios dirá.
Tenemos que cuidar a nuestros hijos, armarlos de paciencia, que el escándalo hace mal. Eso me dice el Padre. Eso trato. Pero todo se hace difícil. Ayer salí de la iglesia y el ruidito me llegó como un balazo. No sé qué hacer, me desespera.
La avioneta me zumba. Avioneta del diablo ¿Por qué no se cae? ¿Por qué no se aleja? No, al contrario. Viene, se acerca y no la puedo frenar. Las hélices me quieren rebanar las orejas. Sueño con eso. Tengo pesadillas. En cualquier momento el avioncito entra por la ventana, como cualquier insecto. Debo estar alerta. Tengo que cerrar la boca, apretar los labios. Me tengo que concentrar para no aspirarla, no vaya a ser que quiera acariciarme el aparato respiratorio  o el digestivo. Me debo cubrir la piel también, que no me pique. No quiero sentir la mariposa volando por dentro, aterrizando en cualquiera de mis órganos.
Eduardo Sánchez, la señora de Fantini, don Felipe Vargas. Son varios en los últimos años.  Y eso que el pueblo es chico.
Esa navecita del cielo. La siento casi en la nuca ¿Por qué vuela tan bajo? Me asfixio. Palpitaciones, me dan palpitaciones. Pongo la radio fuerte, pero el ruidito igual está. Lo siento en la boca del estómago que me cruje. En las manos que me tiemblan.
Me asomo al patio y veo a ese pájaro de hojalata. Fumiga. ¡Ruido maldito! Y esa lluviecita que parece hasta tierna, acariciando los campos verdes. ¡Ay! ¡Basta ya! Ese polvo que no sé cómo hace para desparramarse por todos lados y penetrar hasta las células, y revolucionarlas hasta convertirlas en tumores que serán amarguras, luego duras luchas y luego, tal vez, muerte. Y no contemos las tristezas y los miedos de los que quedamos vivos. ¡Zumba y me destroza la calma!
Rezo, para combatir el destino, rezo mucho. Rezo con la voz bien alta, para tapar el chifle. Mientras, el gringo debe estar muy saludable, leyendo el diario grande. Cuenta con Dios en su capillita. Para mí que el gringo está en una isla donde el silencio es precioso, donde nada le zumba.
No doy más ¡Me cago en Dios!

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