Se alarmó Pedrito Ramírez. El miedo, el malestar de siempre. Desde que escuchó a su madre renegar anoche, insultar a ese reverendo hijo de puta, que seguro anda con otra, con alguna atorranta, seguro, ese desgraciado, seguro que vuelve mamado y me caga a palos el imbécil; desde que escucho eso, Pedrito ya presintió que lo horrible llegaría una vez más.
Cuando su padre retornó pasado el mediodía, notificándose con un portazo, él estaba en la habitación haciendo los deberes de matemáticas. Al primer grito Pedro puso la oreja en la puerta, casi instintivamente. No le gustaba escuchar eso, pero había una especie de fuerza que no podía manejar y que lo llevaba siempre hasta la puerta. Los ojos de inmediato se le mojaron. Sintió que le zapateaban en el pecho. La angustia se materializaba, parecía de una sustancia bien sólida, dura, atravesada en su garganta.
Transpiraba Pedrito, se abanicaba con la escuadra de plástico transparente. No era por el calor machacador. Se tiraba aire para respirar, para combatir el miedo.
Las siestas de Noviembre son ásperas en el pueblito de Darwin. El sol ataca las chapas sin piedad. Aunque el rio Negro le esquiva al poblado apenas por pocos kilómetros, lo verde queda únicamente arraigado a la costa. El paisaje de Darwin es seco, la vegetación que lo rodea es baja y espinosa. Es árido Darwin. Cuando llega viento desde el norte, los días se hacen insoportables, feos hasta para salir a jugar.
Por eso, por el viento norte, es que -recién comenzada la siesta- Pedrito Ramírez estaba en su casa haciendo la tarea. No es por el viejo de la bolsa, ni nada de eso. Pedrito, con sus nueve años, era un niño maduro y observador. Ya no creía en esas cosas. Ya no podían infiltrarle esos miedos de buenos padres que duermen tranquilos la siesta. Él estaba en su casa (y no jugando afuera) sólo por el viento.
¿Ves que sos puta? ¡Puta de mierda! escuchó Pedro, sin querer hacerlo. Oía detrás de la puerta sin saber porqué. No podía manejar su cuerpo. Siempre que comenzaban los gritos, se acurrucaba contra la puerta.
Lloraba mucho Pedro esta vez. Tenía muchísimo miedo. Sin hacer ruido, lloraba.
Cada vez que su padre volvía del bar (o vaya uno a saber de dónde) estallaban los gritos. Volvía borracho Ramírez padre, lo hacía con violencia. Llegaba un tipo diferente a ese señor callado y serio que era el Ramírez sobrio. Últimamente llegaba agresivo casi todos los días. Caminando torcido, con el cuello medio ladeado. En sus manos había una guerra de fuerzas. Una que lo retenía, pero la otra que le cerraba con fibra los puños. Eran puras ganas de golpear. A la vez, ganas de controlarse, de no golpear.
Pedrito Ramírez sintió a su padre gritar ¡puta! mirá que puta que sos, mirá cómo mostrás las tetas ¿por qué te ponés esa remera? ¡Puta! Y escuchó a su madre responder ¡No tengo otra ropa! ¿Qué querés que me ponga? ¿No ves el calor que hace? ¿De dónde venís vos? ¿Dónde estuviste? ¿Con quién estuviste? ¡Contestame hijo de puta! ¡Contestame!
Ramírez golpeó la mesa. Desde el cuarto Pedrito oyó el chillido de la mesa y el arrastrón de algunas sillas. ¡Vení para acá puta! Vení, dijo el padre con los dientes apretados, masticando ira. ¡No, nooo!, escuchó Pedro la exclamación de su madre y se tapó las orejas lo más fuerte que pudo. ¡Por favor, nooo! suplicaba con llanto su madre. El alarido penetraba las manos de Pedrito y llegaba a sus oídos. El corazón le retumbaba desesperado, temblaba, las lágrimas no dejaban de caerle. Sentía que se moría. Eso sentía Pedrito Ramírez. Que se estaba por morir.
El horrendo miedo que tenía lo dejaba inmóvil. No podía reaccionar, Pedrito, escabullido detrás de la puerta, hasta que percibió un grito en llanto de su mamá. Un ¡Nooo! tremendo, de un dolor desmedido. Hasta que escuchó eso Pedrito Ramírez. Escuchó eso y de una vez por todas pudo moverse, reaccionar.
Abrió la puerta de su pieza y no quiso ni mirar a sus padres. Sólo salió corriendo de su casa, sin siquiera cerrar la puerta. Fue como un estallido interno. Salió veloz, sin saber hacia dónde.
Mientras corría con los ojos casi cerrados lidiando contra las lágrimas y el viento, no quería pensar en nada pero, a la vez, pensaba en todo. Pensaba mientras corría, Pedrito Ramírez. Pensaba si decirles a sus hermanos mayores (que estaban en el colegio) que la pesadilla se había desatado otra vez. Se le ocurría también, aunque no quería cavilar, ir hasta la casa de González. Sabía que González, el de la vuelta, era policía. Corría Pedrito, corría. ¿Y si le cuento a la tía? ¿Si me voy a hasta lo de la tía y le cuento que papá está cagando a palos a mamá? No, basta, basta. No está pasando nada, no está pasando nada, se decía el niño a sí mismo mientras corría. Y lloraba, seguía con miedo, corriendo entre el viento, a la par de las vías ya.
Para no pensar, corría al costado de las vías. No sabía hasta dónde iría. Huía de ese infierno, lloraba. Corría porque no sabía de qué otra forma escapar de esa violencia. No quería volver a sentir que se estaba por morir. El viento caliente era insoportable. Pero Pedrito, con tanto miedo, ni pensaba en el viento, sólo corría con los ojos achinados para escudarlos de la tierra. Corría Pedrito Ramírez, se alejaba ya del pueblo.
Foto de Flor Agostinelli |
pega como si uno estuviera ahí, con Pedrito encogido de miedo, con Pedrito corriendo para siempre... Tremendo, Agu, excelente. :)
ResponderEliminarEste texto me llego mucho, no hace tanto padecí de cerca el final de na historia como esta que contas, solo que la que viví yo, no tubo un final tan incierto, la protagonista termino con la vida de la narración y con la suya al mismo tiempo. Gracias Agus! Siempre esperando tus historias! Siempre, y segui esperando la mia! que ya va a llegar! =)
ResponderEliminarTan triste como conmovedor. Sentir morirse debe ser, es lo más terrible.
ResponderEliminarRealmente llega de una manera inexplicable.
Que habría sido de Pedrito?
Genial primito, genio! -
excelente Agus!..y muy conmovedor :( me encanta todo lo que escribis!
ResponderEliminarMe encantó, continúa?
ResponderEliminarComo en las películas tristes cuando sabes lo que se viene y no podés hacer nada,entonces te pones a llorar y llorás mucho,te dan ganas de abrazar al chico y quedártelo pero lo dejás correr alejarse, más y más lejos,tal vez pueda...
ResponderEliminarCuando la literatura es el arte de transmitir los sentimientos ajenos, de convertirlos en propios, de llenar el alma de las mismas sensaciones de los protagonistas, se transforma también en una valiosa herramienta. Cuántos Pedritos van corriendo por la vida, todos los días, y a su paso, velozmente, van dejando atrás su niñez. Pequeñas victimas invisibles.
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