Aquí me vengo a quejar ¡de una vez por todas! Es que siempre me la banque, mudito, pues, después de todo, esas pelotudeces que inventaban los imbéciles padres de niños que (¡pobres!) serán imbéciles también; esas formas de demonizarme, como si yo hubiera cometido miles de delitos, como si los niños fueran mi festín, como decía, después de todo, esas estupideces me dieron una identidad, una vida social. No la real, no la que yo quería, pero por lo menos yo estaba en el mapa. Yo era alguien. Casi un munstro, si. Pero alguien en fin.
Por eso me quedaba calladito. Más que rajar unas puteaditas… calenturas del momento… yo me bancaba mi rol en la orquesta, me bancaba el prejuicio estúpido que todos tenían sobre mí. Me etiquetaron, hijos de puta, por el sólo hecho de llevar en mi hombro una bolsa que no era transparente. Tuvieron un imaginario malaleche. Lejos de pensar que ahí llevaba un abrigo o un cacho de pan, llegaron a decir hasta la grandísima barbaridad de que conservaba un hueso de cada niño que había ingerido. Como si los niños tuvieran buen sabor…
Nunca al verme contemplaron un alma, como la de todos.
Claro, de eso nunca me quejé. Tuve esa paciencia… que se alimentaba del reconocimiento, obvio. Del algo es algo. De decir “bue… demonio y todo, por lo menos existo”.
Pero hoy, recién hoy, estallo. ¿Y a causa de qué? Con toda la bronca que acumulé en mis años de mayor protagonismo ¿Por qué recién hoy vengo a explotar?
Y es por esto: se han olvidado de mi existencia. Me han desaparecido. Las nuevas tecnologías me borraron. Los niños siguen sin dormir la siesta, pero hoy no se revelan como antaño. No se escapan a la calle tras el almuerzo. Hoy se quedan frente al computador, donde no hay cucos. Horas y horas sin jugar con el corazón. Y yo que no existo, que desaparecí. Y estoy pensando seriamente en reinventarme, convertirme en un temible virus invasor de las redes sociales y de los juegos en red.
Porque yo, el “malvado” viejo de la bolsa, desaparecí, así como las bolitas o las escondidas.
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